Homilía Segundo Domingo de Cuaresma Ciclo C
1.- INTRODUCCIÓN.
En el desarrollo de la liturgia católica, encontramos que los segundos Domingos de Cuaresma en los tres Ciclos que la conforman, presentan el hecho maravilloso y sorprendente de la Transfiguración del Señor Jesús.
Es un adelanto de la gloriosa Pascua a la cual nos prepara el tiempo cuaresmal. Ante el desaliento de los discípulos, Jesús los conforta y anima dejándoles entrever una ventana de la gloria venidera por el camino de la pasión y la muerte. Por la cruz y el sufrimiento se accede a la resurrección que es el contenido central de nuestra fe cristiana, como promesa segura para los hijos de Dios y que esperan el advenimiento de Cristo al final de los tiempos lleno de gloria y majestad.
Contemplemos pues la Transfiguración de Jesús y en ella descubramos el llamado que Él nos hace para participar en el espacio y el tiempo que recorremos por este mundo, de esa transformación que es ya nuestra, al configurarnos por la fe, con Cristo.
2.- LA TRANSFIGURACIÓN DE CRISTO.
El evangelio de San Lucas nos describe en forma sintética el hecho de la Transfiguración de Jesús. Nos dice que subió a un monte, que la tradición cristiana identifica con el Tabor en la región norte de Galilea. Subió para hacer oración y se hizo acompañar de los tres discípulos predilectos: Pedro, Santiago y Juan. Estando allí en las alturas se produjo la manifestación gloriosa del Señor. Su rostro y sus vestiduras se llenaron de luz brillante, esplendorosa y con Jesús aparecieron conversando, Moisés y Elías, acerca de la pasión y muerte que Cristo habría de experimentar como culminación y cumplimiento de la Ley, representada por Moisés y el profetismo por Elías. Ante la gloria manifestada por Cristo, Pedro arrobado y fuera de sí y sin saber exactamente qué era lo que decía, le pidió a Jesús hacer tres chozas o tiendas para Él y sus acompañantes y así permanecer en una contemplación feliz y encantadora. De pronto, nos dice San Lucas, se formó una nube misteriosa en torno a ellos y los discípulos tuvieron miedo. Desde el centro de esa nube se escuchó la voz del Padre eterno: “Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Los discípulos guardaron silencio y por entonces no dijeron a nadie nada de lo que habían visto”.
El Domingo pasado contemplamos a Cristo en la soledad del desierto en donde como hombre fue tentado por el Demonio. De esa manera Cristo aparece como hombre en todo igual a nosotros, menos en el pecado. Se hace presente el Hijo de Dios con su humanidad tangible y palpable. Ahora, en este Domingo, Jesús aparece con gloria y majestad adelantando su condición de resucitado. Es la manifestación de su divinidad como verdadero Hijo de Dios. De este modo, tenemos ante nuestros ojos de fe, esperanza y amor, en la totalidad de su ser divino- humano a Jesucristo, como verdadero y único Dios y como hombre perfecto.
3.- NUESTRA PROPIA TRANSFIGURACIÓN.
A partir de nuestro bautismo y confirmación sacramentales, se lleva a cabo participativamente, nuestra propia transfiguración. El rostro y las vestiduras brillantes del Señor, son la prenda y las arras de nuestra propia transformación: de seres limitados y pecadores; pasamos a la luz de la gracia, dejando las obras muertas del pecado. El rostro esplendente de Cristo debe, por así decirlo, estamparse en todo nuestro ser de creyentes. Hacernos “hijos de la luz” por las obras que nacen de la fe viva y por la progresiva configuración con el Señor, hasta alcanzar el estado perfecto de santidad en el camino del mundo que desemboca en la gloria del cielo como resurrección final a lo cual estamos llamados por libérrima voluntad de Dios.
Esta transfiguración nuestra, se realiza por la oración como diálogo permanente con Dios y por Cristo, nuestro mediador, alentados y sostenidos por la virtud o fuerza del Espíritu Santo que nos hace exclamar: ¡Padre nuestro! Es precisamente, llevar a efecto la experiencia luminosa del Monte Tabor en un clima de oración dentro del cual Dios se manifiesta con la luz que nos comunica , ahora y siempre.
Si la oración ha de ser el ambiente habitual de quien se sabe hijo de Dios y llamado a la santidad, debemos constantemente ejercitarla en todas su formas e ir conquistando nuestra condición de creyentes, con la misión personal y comunitaria de hacer que todos los momentos de nuestra vida, sean “luz de Cristo” para la Iglesia y el mundo a salvar. Para que los hombres acepten a Cristo como “Luz de los pueblos” y camino seguro de perfección y salvación.
Nuestro mundo humano de estos tiempos está afectado por las tinieblas de los crímenes, injusticias sociales y muerte por todas partes. Donde haya guerra, muerte y destrucción provocadas por el egoísmo, la incredulidad y la soberbia de los hombres caducos e inclinados a la corrupción, habrá de brillar la luz de nuestras buenas obras: en la familia, en el trabajo, en las artes, en las culturas y buenos deseos de paz, comunión y concordia fraternas. El trabajo de los políticos ha de ser la procura del bien integral para todos y cada uno de los ciudadanos y que son elegidos por ellos para vivir con dignidad y seguridad en todas las dimensiones de la existencia humana.
4.- CONCLUSIÓN.
¡Subamos con Cristo al monte luminoso de su Transfiguración y con Él seamos luceros brillantes de verdad, justicia y amor comprometido para transformar nuestro mundo de pecador y lleno de tinieblas y maldad, en un mundo que brille por las buenas obras que constituyan nuestro testimonio y patrimonio cristianos para que los hombres crean en Cristo y se salven!…
Ciudad de Nuestra Señora de los Zacatecas, a 28 de Febrero de 2010.
+ Fernando Mario Chávez Ruvalcaba
Obispo Emérito de Zacatecas
No hay comentarios:
Publicar un comentario