Por monseñor Juan del Río Martín*
MADRID, (ZENIT.org).- El sentido litúrgico, espiritual y pastoral del Sábado Santo es de una gran riqueza. El venerable Siervo de Dios Juan Pablo II, recordaba en la Carta Apostólica Dies Domini que “los fieles han de ser instruidos sobre la naturaleza peculiar del Sábado Santo” (nº4). Este día no es un día más de la Semana Santa. Su singularidad consiste en que el silencio envuelve a la Iglesia. De ahí, que no se celebre la eucaristía, ni se administre otros sacramentos que no sean el viático, la penitencia y la unción de enfermos. Únicamente el rezo de la Liturgia de las Horas llena toda la jornada.
Sin embargo, nada impide que pueda tenerse una Liturgia de la Palabra en torno al misterio del día o que se expongan en las iglesias las imágenes de Cristo crucificado o en el sepulcro y de la Virgen Dolorosa para que los fieles puedan rezar delante de ellas. (cf. SC nº7). Ahora bien, “las costumbres y las tradiciones festivas vinculadas a este día, en el que durante una época se anticipaba la celebración pascual, se deben reservar para la noche y el día de Pascua” (CCD, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, Roma 2001, nº 146).
Sellado el sepulcro y dispersados los discípulos sólo “María Magdalena y la otra María estaban allí, sentadas frente al sepulcro” (Mt 27,61). El discípulo amado acompaña a la Virgen en su soledad, mientras que los judíos celebraban el Sabbat, día que recuerda el descanso de Dios en la semana de la creación. En la nueva alianza que se ha dado en el Calvario, el sábado será el día de la Madre que, unida con toda la Iglesia, “permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte, su descenso a los infiernos y esperando en la oración y en el ayuno su Resurrección” (DD nº 73). Mientras el Hijo redime las entrañas de la humanidad, María vive esos momentos en un silencio contemplativo, reflexionando sobre las experiencias que “guardaba en su corazón” (Lc 2,61).
Pero ¿De qué soledad y silencio estamos hablando cuando nos referimos a la Madre del Señor? Se trata de la soledad por la ausencia del “Amado” (Cant 5,6-8), del “Primogénito del Padre”, de su hijo según la carne. Es la soledad fecunda de la fe, nada desesperanzadora y profundamente corredentora. El silencio que conlleva, brota de sentirse desbordada por la Gracia divina que la constituyo Madre del Autor de de nuestra Salvación. ¡Ante la Palabra Encarnada sobra la palabrería humana! Sólo cabe el amor y la adoración.
Ésta es la soledad y el silencio que descubrimos cada Sábado Santo en la Hora de la Madre, cuando Ella, mirando al sepulcro donde está su Hijo muerto, ve hechas realidad sus palabras: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto” (Jn 12, 24). La contemplación silenciosa y orante de esos instantes de dolor y sufrimiento de la Virgen nos conmueven el alma y nos impulsan a dejar la levadura vieja del pecado y convertirnos en “panes pascuales de la sinceridad y de la verdad” (I Cor 5,8). Así, en cada Vigilia Pascual, como “centinelas en la noche”, toda la Iglesia junto con María espera la luz del grano de trigo que es el Resucitado.
MADRID, (ZENIT.org).- El sentido litúrgico, espiritual y pastoral del Sábado Santo es de una gran riqueza. El venerable Siervo de Dios Juan Pablo II, recordaba en la Carta Apostólica Dies Domini que “los fieles han de ser instruidos sobre la naturaleza peculiar del Sábado Santo” (nº4). Este día no es un día más de la Semana Santa. Su singularidad consiste en que el silencio envuelve a la Iglesia. De ahí, que no se celebre la eucaristía, ni se administre otros sacramentos que no sean el viático, la penitencia y la unción de enfermos. Únicamente el rezo de la Liturgia de las Horas llena toda la jornada.
Sin embargo, nada impide que pueda tenerse una Liturgia de la Palabra en torno al misterio del día o que se expongan en las iglesias las imágenes de Cristo crucificado o en el sepulcro y de la Virgen Dolorosa para que los fieles puedan rezar delante de ellas. (cf. SC nº7). Ahora bien, “las costumbres y las tradiciones festivas vinculadas a este día, en el que durante una época se anticipaba la celebración pascual, se deben reservar para la noche y el día de Pascua” (CCD, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, Roma 2001, nº 146).
Sellado el sepulcro y dispersados los discípulos sólo “María Magdalena y la otra María estaban allí, sentadas frente al sepulcro” (Mt 27,61). El discípulo amado acompaña a la Virgen en su soledad, mientras que los judíos celebraban el Sabbat, día que recuerda el descanso de Dios en la semana de la creación. En la nueva alianza que se ha dado en el Calvario, el sábado será el día de la Madre que, unida con toda la Iglesia, “permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte, su descenso a los infiernos y esperando en la oración y en el ayuno su Resurrección” (DD nº 73). Mientras el Hijo redime las entrañas de la humanidad, María vive esos momentos en un silencio contemplativo, reflexionando sobre las experiencias que “guardaba en su corazón” (Lc 2,61).
Pero ¿De qué soledad y silencio estamos hablando cuando nos referimos a la Madre del Señor? Se trata de la soledad por la ausencia del “Amado” (Cant 5,6-8), del “Primogénito del Padre”, de su hijo según la carne. Es la soledad fecunda de la fe, nada desesperanzadora y profundamente corredentora. El silencio que conlleva, brota de sentirse desbordada por la Gracia divina que la constituyo Madre del Autor de de nuestra Salvación. ¡Ante la Palabra Encarnada sobra la palabrería humana! Sólo cabe el amor y la adoración.
Ésta es la soledad y el silencio que descubrimos cada Sábado Santo en la Hora de la Madre, cuando Ella, mirando al sepulcro donde está su Hijo muerto, ve hechas realidad sus palabras: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto” (Jn 12, 24). La contemplación silenciosa y orante de esos instantes de dolor y sufrimiento de la Virgen nos conmueven el alma y nos impulsan a dejar la levadura vieja del pecado y convertirnos en “panes pascuales de la sinceridad y de la verdad” (I Cor 5,8). Así, en cada Vigilia Pascual, como “centinelas en la noche”, toda la Iglesia junto con María espera la luz del grano de trigo que es el Resucitado.
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