Por monseñor Juan del Río Martín*
MADRID, martes 17 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Cuando en la vida moderna se quiere alabar a una persona se dice de ella “que es un magnífico profesional”. Es decir, que sabe de su trabajo, que se desenvuelve con soltura, que cumple con sus deberes laborales en el tiempo convenido. Siendo esto importante, la persona es mucho más que homo faber, es ante todo un “espíritu encarnado” con vocación hacia lo infinito. La realización plena de esa llamada originaria se halla en la propuesta cristiana. Seguir a Cristo es algo existencial que implica imitarle hasta el extremo de dejarse configurar con Él, incluso siendo “como otra humanidad suya”. Esta “cristificación” no es producto de la pura voluntad, ni “de la sangre o de la carne”, sino que es respuesta generosa del hombre a la gracia divina que compromete a todo el sujeto. Por eso, ¡No se es cristiano a ratos! ¡No es una mera profesión, sino una vocación que abarca nuestro ser y nuestro tiempo!
La vida de fe en Cristo es una entrega total y sin condiciones. Ya en los primeros siglos san Ignacio de Antioquia decía: “un cristiano no es dueño de sí mismo, sino que esta entregado al servicio de Dios” (Ep. a S. Policarpo). En nuestros días, el Concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium plantea cómo en cualquier clase de vida y de ocupación “se debe caminar sin vacilaciones por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra la caridad” (nº 41). No hay ni tiempo ni espacio donde no se pueda ser cristiano. Porque como diría santa Teresa de Jesús: “quién de veras comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida” (Camino de perfección, 12,2).
Sin embargo, queriendo entregarse por entero a Cristo y a su Iglesia, pueden surgir dudas y flaquezas en cualquier momento, porque llevamos, como dice san Pablo “este tesoro en vasija de barro” (2 Cor 4,7). En otras ocasiones, nos vienen las tentaciones de querer compatibilizar la entrega al Señor con los aplausos del mundo y de los hombres. El Evangelio de Jesús es radical frente a todo ello: “no se puede servir a dos señores” (Lc 16, 13), “el que no deja a padre, madre… por mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37), “El que no está conmigo, está contra mí; y el que conmigo no recoge, desparrama” (Lc 11, 23).
Algunos les puede parecer esta exclusividad un poco excesiva. ¡No, no es así, a Dios nadie le gana en generosidad! Él nunca deja de ayudar a quienes por la causa del Reino lo han entregado todo. Es más, sólo somos verdaderamente libres de esclavitudes y ataduras, cuando entregamos toda nuestra “libertad, memoria, entendimiento y voluntad” (S. Ignacio de Loyola) a Aquel que nos ha creado y redimido para que seamos auténticamente felices. Él cumple siempre su Palabra y nos concede “el ciento por uno en el tiempo presente y después la vida eterna” (Mt 19,30).
La mediocridad en la vida cristiana produce la enfermedad espiritual que es “el cansancio de la fe”, sus síntomas más elocuentes son la falta de alegría, el bajo celo apostólico y la escasa ilusión por el Cielo. “La nueva evangelización se presenta en estos contextos no como un deber, o como un ulterior peso que hay que soportar, sino más bien como una medicina capaz de dar nuevamente alegría y vida a realidades prisioneras de sus propios miedos….Y ojalá que el mundo actual pueda recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptar consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo” (Próximo Sínodo de los Obispos, Lineamenta, 2011, nº 25). El primer eslabón de la misión es la entrega personal e incondicional al Señor.
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*Monseñor Juan del Río Martín es el arzobispo castrense de España
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