sábado, 7 de mayo de 2011

La fe de Pedro


Por Giovanni Maria Vian

CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 7 de mayo de 2011 (ZENIT.org) - Publicamos el artículo escrito por Giovanni Maria Vian, director de L'Osservatore Romano, tras la beatificación de Juan Pablo II.

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En los últimos sesenta años han sido tres las ceremonias para la beatificación de un Romano Pontífice. Han sido elevados a los altares Pío X en 1951 (canonizado sólo tres años después), Inocencio XI en 1956 y, en 2000, Pío IX y Juan XXIII a la vez. Una novedad histórica a causa de una intensificación hagiográfica como nunca antes se había verificado en la Iglesia de Roma y respecto a la cual eventuales precedentes -por lo demás muy distintos- hay que buscarlos en la época tardo-antigua y después en la Edad Media, no por casualidad relativos a Papas reformadores como León IX y Gregorio VII.
Y precisamente hay que remontarse a la segunda mitad del siglo XI para hallar el reconocimiento de la santidad de un Pontífice por parte de su inmediato predecesor. Como ha sucedido con la solemne beatificación de Juan Pablo II, un acontecimiento único, en un escenario global. A sólo los seis años de su muerte, aquella muerte que aún persiste en el corazón de millones y millones de personas, creyentes y no creyentes, como ocurrió con la agonía de Juan XXIII.

Sin embargo, lo que explica la unicidad de esta beatificación y el interés que ha suscitado en el mundo no son sólo la excepcionalidad de la decisión papal -"con el debido respeto" de las normas, pero a la vez "con discreta celeridad", explicó Benedicto XVI- y la proximidad temporal al larguísimo pontificado de Karol Wojtyla. Ciertamente, todo ello ayuda a explicar la afluencia a Roma de un millón y medio de personas y, en parte, el consenso casi general con el que ha sido acogida la beatificación. En la superación madurada y convencida, o en un olvido sólo superficial y aparente, de las críticas durísimas a las que Juan Pablo II fue sometido durante su pontificado, tiempos dramáticos y apasionantes que ya están encomendados a la historia. Años y obras cuya repercusión y relevancia -a las que aludió Benedicto XVI- ya se empiezan a valorar y reconocer históricamente. En efecto, el Papa dijo que Juan Pablo II, heredero del concilio Vaticano II y de Pablo VI, invirtió "con la fuerza de un gigante -fuerza que le venía de Dios- una tendencia que podía parecer irreversible": la cerrazón respecto a Cristo, único Señor y salvador del mundo. Dando a la Iglesia una orientación renovada: "Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica"; que la dirige hacia el futuro de Cristo, el único capaz de responder a las expectativas del corazón humano y punto final de la historia.

Pero más allá de la grandeza de un Papa -y de la humildad aún mayor de su sucesor, quien, con visible emoción, recordó a Juan Pablo II-, lo que explica la unicidad de su beatificación ha sido sobre todo la dimensión de la fe: la fe de Pedro, como la describió Benedicto XVI. Entre el flameo de banderas y la repetición de aplausos, entre lágrimas de alegría irreprimibles y generalizadas, con un entusiasmo que, tras la proclamación, dio lugar a un silencio impresionante. En la oración a Dios ante el nuevo beato. Beato porque, como María y como Pedro, creyó y confió en el Señor.

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