sábado, 5 de junio de 2010

Homilía de Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico en México en la Consagración del Altar de la Catedral de Tuxtla Gutiérrez durante su Visita Past

Muy queridos hermanos en Cristo Jesús.


La Palabra de Dios que nos trasmite la primera lectura nos relata el sueño que tuvo Jacob yendo de camino a Jarán, durante el cual el Señor se le manifestó como el Dios de Abraham y de Isaac, asegurándole: “mira que yo estoy contigo; te guardaré por doquiera que vayas y te devolveré a este solar. No te abandonaré hasta haber cumplido lo que te he dicho”. Revelación de Dios, nos dice la Escritura, que dejó asombrado a Jacob, quien exclamó: “El Señor está en este lugar y yo no lo sabía” y asustado añadió: “¡Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo! Y levantándose de madrugada, tomó la piedra que le había servido de almohada y la erigió como altar derramando aceite sobre ella”.


Si encontrarse en sueños frente a aquella revelación de Dios y en aquel lugar inhóspito, queridos hermanos y hermanas, provocó en Jacob tanta maravilla y sorpresa, con cuánta más razón podemos y debemos nosotros no sólo maravillarnos, sino también alegrarnos profundamente al saber que en este lugar, no en sueños, sino sacramentalmente, tangiblemente a través de los signos, sobre el Altar de esta Catedral que hoy consagramos, se hará real y verdaderamente presente el Emmanuel: el Dios-con-nosotros.


La Catedral es el primero entre todos los templos de una Iglesia particular. Su nombre le viene de la Cátedra, es decir, del lugar desde el cual el Obispo, Pastor, Padre y Maestro de la fe, enseña, evangeliza, estimula, ofrece los medios de santificación y orienta, al pueblo de Dios. A su vez, el centro de la Catedral es el Altar, que bañado con el Santo Crisma, es decir, consagrado, se convierte en lugar desde el cual Cristo, Palabra viva del Padre, cotidianamente se acercará a nosotros ofreciéndose al Padre y ofreciéndosenos a nosotros, para nuestra salvación y la del mundo entero.


El Altar consagrado de esta catedral se convertirá así en símbolo de Jesucristo mismo, presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar (Cfr. Prefacio pascual V). Crucificado, muerto, sepultado y resucitado de entre los muertos, y sentado a la derecha del Padre, constituido Sumo Sacerdote que intercede por nosotros para siempre. En la liturgia, sobre todo en el sacrificio de la Misa ofrecido en los altares del mundo, es Jesús quien nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico, en cuanto pueblo sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, y en cuanto piedras vivas de la Iglesia, a ofrecer en unión con Él nuestras vidas y sacrificios de cada día por la salvación del mundo. Por ello, este no es sólo un privilegio de gracia, sino también signo manifestativo de la voluntad que tenemos de unirnos verdaderamente a Él en cuerpo y alma, participando asiduamente de los Misterios de nuestra redención según el mandato del Señor: “Hagan esto en conmemoración mía”.


La Eucaristía hace a la Iglesia, -ha dicho el Papa Juan Pablo II-; Eucaristía que es celebrada precisamente sobre el Altar que, de este modo, se convierte en Mesa del Banquete se reúnen todos los hijos de Dios. El Altar, así, se convierte en faro que nos guía hacia la comunión consciente y activa con los hermanos, como Pueblo santo de Dios. Comunión que nos sostiene a nosotros y sostiene a los hermanos en el camino de la progresiva santificación, cuya fuente y fuerza está precisamente en la Comunión del Cuerpo de Cristo. El Altar es la mesa del Banquete que el Padre de familia ofrece al hijo pródigo que es recibido con un abrazo amoroso nuevamente en su casa. Es la mesa de la familia de Dios, de la que los hijos toman el alimento, signo eficaz de fraternidad.


El amor de Cristo que se nos da en la Eucaristía, es la energía espiritual que une a quienes en la fe participamos en el mismo sacrificio y nos alimentamos del Pan partido para la salvación del mundo. Por ello la Palabra del Señor advierte que: “si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda”. Por ello, el Altar debe también ser para nosotros una invitación constante al amor, un recordatorio de que nuestra vocación es a ser santos, a partir del amor.


A manera de piedra preciosa, el Altar, en otra de sus facetas se nos presenta significativamente también como una gran roca: roca del Señor, roca de nuestra salvación, como la piedra angular que mantiene firme el edificio de la Iglesia universal que es Una, Santa, Católica y Apostólica; roca de la cual, como de Cristo y en Cristo, mana para nosotros el alimento de vida que reconforta y nos da la gracia que fortalece nuestro espíritu en nuestro peregrinar por la historia.
En fin, el Altar es también, en cierto modo, imagen del portal de Belén, lugar donde el Emmanuel se manifiesta al mundo, donde sacramentalmente, se “vuelve a encarnar” haciéndose verdadera y realmente presente con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. Es imagen por excelencia del Calvario, desde donde Cristo se ofrece en sacrificio, anonadándose hasta la muerte en cruz; y es imagen del monte sobre el cual recibimos el mandato misionero de Jesús y a partir del cual, siendo Iglesia, salimos bien dispuestos para expandir el Reino de Dios, proclamando la Palabra de salvación a todo y en todo el mundo.


Por ello, queridas hermanas y hermanos, es justo reconocer el Altar como centro del Templo e imagen de la Iglesia, como centro de la vida y de la verdadera fraternidad cristiana. En cierto modo, el Altar es el punto de encuentro entre el cielo y la tierra; centro de la única Iglesia que es, al mismo tiempo, celestial y peregrina en la tierra.


Al participar del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, fortalecemos nuestra incorporación a la Alianza y afianzamos nuestra condición de redimidos y, por tanto, de herederos de la Gloria. Más aún, cada celebración eucarística anticipa la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre el mundo, y muestra en el misterio, el esplendor de la Iglesia "esposa inmaculada del Cordero inmaculado, esposa a la que Cristo amó y se entregó por ella para santificarla".


Muy queridos hermanos: Con frecuencia tenemos la sensación de encontrarnos sumergidos en las corrientes de un mundo que quisiera dejar a Dios fuera de la vida del hombre. En nombre de la libertad, de la diversidad mal entendida y de la autonomía humana, se lucha por silenciar el nombre de Dios y por restringir la religión a una devoción personal, dando origen a una mentalidad tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, que puede llegar a ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de simple sentimiento, debilitando así su poder para inspirar una visión coherente del mundo y de la persona humana, y para motivar un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten para conquistar las mentes y los corazones.


La historia -también reciente-, nos demuestra que la cuestión de Dios jamás podrá ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana termina por disminuir y traicionar al hombre mismo. Y es que, como la fe nos enseña, es sólo en Cristo Jesús, Verbo encarnado, en quien logramos comprender la grandeza de nuestra humanidad, el misterio de nuestra existencia en la tierra y el sublime destino que nos aguarda en la vida eterna (Cfr. Gaudium et spes, 24). La fe nos revela que somos criaturas de Dios hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la eternidad. Donde el hombre es empequeñecido, el mundo queda empobrecido, pierde su significación última y falla su objetivo.


Como la Carta a los Hebreos nos ha recordado: “Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre. No se dejen seducir por doctrinas varias y extrañas”. Es en esta verdad en la que debemos crecer con la ayuda de Dios, manteniéndonos fieles a su palabra y acrecentando en nosotros la comunión vivificante con la Iglesia, recorriendo el camino en continua «conversión», en un continuo morir a sí mismos para pertenecer plenamente a Dios, en una continua transformación de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad. En este camino está dinámicamente activo el Espíritu de Jesús quien espera siempre nuestra apertura y disponibilidad absoluta a su gracia.


Queridos hermanas y hermanos: El rito de consagración del Altar de esta Catedral debe suscitar en nosotros el deseo y compromiso de crecer en la caridad, en el discipulado y en la entrega misionera y apostólica. Es decir, en el empeño concreto por llenarnos de la vida de Cristo estando con Él, para testimoniar con la vida nuestra fe y la confianza que en Él depositamos. También se trata de cultivar la comunión eclesial, que es ante todo un don, una gracia, fruto del amor libre y gratuito de Dios, es decir, algo siempre presente y operante en la historia, pero también tarea confiada a la responsabilidad de cada uno.


La liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación espiritual progresiva a la que cada uno está llamado. El agua, la proclamación de la Palabra, la invocación de todos los Santos, la oración de consagración, la unción y la purificación del altar, su revestimiento de blanco y su ornato de luz, todos estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber cada vez más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.


Unidos a María Santísima y con corazón agradecido, en esta solemne celebración pidámosle a Dios que nos ayude a considerar el Altar en toda su riqueza; a valorar y a reconocer la dignidad que le corresponde; a aprender de sus significados, a venerarlo con religiosa devoción y a acercarnos a él con el gozo y la esperanza de quien sabe que va al encuentro del Señor, que así, en el banquete eucarístico, nos prepara para la felicidad eterna en la gloria junto a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Así sea.

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