Entrañables hermanos y hermanas: Dios mediante el próximo domingo estaremos conmemorando la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén, para dar inició al culmen de nuestro itinerario cuaresmal, la Semana Mayor. Comienza la cuenta regresiva. Si pudiéramos ver por nuestras calles a muertos caminando, el miedo y el pánico serían incontrolables. La muerte casi siempre nos asusta, y ver deambular a los difuntos sería el colmo del terror, cosa que afortunadamente sólo pasa en la ficción. Si nuestra mirada pudiera penetrar al corazón, al interior de las personas, a nosotros mismos, incluso, tal vez no podríamos resistir el espanto. Somos muchos los que estando muertos por dentro, caminamos despistando nuestra muerte. Podemos ser muchos los que moribundos interiormente, aspiramos vida eterna. Es tiempo ya de salir de nuestro sepulcro y encaminarnos hacia la vida verdadera. Del Evangelio según san Juan 11, 1-45 INTRODUCCIÓN Como preludio del Evangelio de este domingo el profeta Ezequiel anuncia la promesa poderosa de Dios al vencer las losas de los sepulcros y hacer que el pueblo recupere la vida. En sintonía con aquella visión de los huesos secos que recobran la carne, el mensaje prepara el signo que Jesús realiza en el evangelio de Juan. Ciertamente que el profeta se refiere al pueblo que viviendo, está muerto y enterrado. Los huesos son los corazones despojados de esperanza y marchitos de fe. Se proclama pues la resurrección de todos los días, la expectativa de Dios de que salgamos todos de nuestros sepulcros donde nos tiene cautivos el pecado y nos encaminemos hacia la tierra que nos pertenece, con un espíritu nuevo, con una vida nueva. A este domingo de la resurrección de Lázaro correspondía el tercer escrutinio para los catecúmenos que se acercaban al momento de recibir la fe en el bautismo. Apoyados en el cuarto evangelio, Jesús se había manifestado como el Agua Viva, como la Luz que disipa las tinieblas y ahora como la Resurrección y la Vida. Este es el punto más alto donde se desata la fe en el Señor dador de Vida. El que ha recibido el bautismo no puede seguir ni sediento, ni en la obscuridad, ni muerto en su sepulcro. Si bien es cierto que nuestra condición sigue sujeta a la muerte, dice san Pablo en la segunda lectura, también es cierto que el Espíritu de Cristo vive en los redimidos y al dar vida a Jesús resucitado de entre los muertos, nos augura con toda certeza que nuestros cuerpos mortales poseerán la vida. Ojalá que podamos desatarnos y caminar en una vida nueva, según el Espíritu. Que este último signo que presenta san Juan sea la corona de nuestro propio esfuerzo cuaresmal y podamos disfrutar en adelante, de la vida nueva y de la resurrección definitiva. 1.- PARA DESPERTAR LA FE La clave de interpretación, sobre todo en el texto de san Juan, es precisamente su finalidad. Desde el propósito que se ha fijado todo se mira con claridad y se comprende el mensaje más fácilmente. Los dignos y los discursos de Jesús en todo el cuarto Evangelio sirven a revelar a Jesús como el Hijo de Dios, y lo hacen de un modo gradual y ascendente. La resurrección de Lázaro es el último signo que anticipa de una vez, su propia y definitiva resurrección. La enfermedad de Lázaro se concibe desde el principio como una oportunidad para que se glorifique a Dios, por eso no nos sorprende el hecho de que Jesús, avisado de la gravedad de su amigo, permanezca en el lugar donde se encuentra. Luego, cuando les anuncia que Lázaro ha muerto, Jesús les dice a sus discípulos: “…me alegro por ustedes de no haber estado ahí, para que crean”. Este propósito remata perfectamente en la oración que dirige al Padre para que crean que tú me has enviado. Porque a pesar de los signos y las palabras, a pesar de los milagros y la revelación que hace de sí mismo, muchos siguen sin creer, vacilan, están confundidos. Resulta interesante cómo los judíos presentes se preguntan por la autoridad de Jesús, pues si había abierto los ojos a un ciego de nacimiento, bien podía haber evitado la muerte de Lázaro. Todo se prepara pues, de tal modo, que Jesús manifiesta su poder y glorifica al Padre, no sólo aliviando una enfermedad, por delicada que fuera, sino más aún, reanimando a un muerto. Esperaban un signo menor, alguna curación, bastaba que ahuyentara la enfermedad, pero nunca se imaginaron que realizaría tal milagro que superaba sus expectativas. Y es que así es Dios, siempre nos sorprende por su generosidad. Este grande milagro tiene también una condición: la fe. La confianza de Marta y de María, el reconocimiento de Jesús como el Señor. Así, tiene este signo un doble efecto: requiere la fe y a la vez la acrecienta. El objetivo se cumple, cuando en las últimas palabras de este pasaje leemos que muchos judíos, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Hasta aquí las implicaciones del texto, pero faltaría lo más importante: confrontar nuestra vida con el Evangelio, ponernos de frente a Dios y descubrirle el corazón para orientar nuestro rumbo. Si somos honestos, no podemos negar que a lo largo de nuestra existencia, de una manera u otra, de forma clara a veces y velada otras, Dios ha realizado prodigios cono nosotros, dígase en signos especialísimos, o dígase en esas otras formas como Él nos hace sentir su poder, fortaleciendo nuestra voluntad, animándonos en las adversidades, sembrando paz en nuestras angustias. Hemos visto, en nosotros o en alguien más, muestras claras de Su misericordia, hemos escuchado hasta el cansancio su Palabra y seguimos sin creer, esperando un mínimo, indiferentes ante su grandeza que se muestra cada día. Su muerte en la cruz y la resurrección, también fueron para que nosotros creyéramos. Es cierto que la fe es todo un proceso, que cada persona tiene un ritmo propio, que no hay estándares establecidos para regular cantidades y tiempos de fe, pero también es cierto que cada vez más cuesta cultivar la confianza, mantener despierta la fe y viva la esperanza; es cierto que sofocamos muchas veces con las cosas del mundo y las preocupaciones inútiles la semilla de la fe; es cierto que viendo el amor de Dios no lo “vemos”, en ese sentido de aceptar y agradecer; es cierto que los tiempos posmodernos han eliminado de su vocabulario la palabra “fe” y contemplamos con tristeza las consecuencias de la autosuficiencia del hombre. Quiero invitarlos, pues, a abrir los ojos de la fe para que seamos capaces de ver la huella de Dios en nuestra vida, su presencia en lo concreto de cada día y nos esforcemos por cultivar la fe hasta dar frutos. 2.- SI HUBIERAS ESTADO AQUÍ… Escuchar las intervenciones de las hermanas de Lázaro, aprendemos y nos reconocemos en ellas a la vez. Aprendemos porque son capaces de ver la enfermedad y el dolor de alguien que no son ellas mismas, son capaces de compadecerse y de poner ante Jesús la suerte de su hermano Lázaro. Aprendemos porque solemos pensar en nosotros mismos, porque atribulados por nuestras propias dificultades no siempre estamos atentos a la gravedad y a los males de los hermanos que nos rodean y que sufren incluso más que nosotros. El aviso de Marta y María a Jesús es un signo que delata la ruptura del egoísmo y nos enseña a mirar hacia los lados. Pero también nos reconocemos porque ordinariamente actuamos así, cuando las cosas se complican y las seguridades que antes nos bastaban ya no son suficientes, terminamos por recurrir a Jesús. Nos hemos dejado engañar con la idea de que –como decía P. Simón Laplace a Napoleón-, la hipótesis de Dios ya no es necesaria, y creemos que el dinero lo puede todo, que la medicina tiene todas las pócimas, que la ciencia tiene todas las respuestas. Pero tarde o temprano llegan las situaciones límite que acompañan la condición del hombre y es entonces cuando la “hipótesis innecesaria” es el único recurso. No vamos a negar que muchas veces el dolor, la enfermedad, los problemas, la aflicción son los motivos que nos acercan a Dios, que nos lanzan en su búsqueda. Topamos luego con el reproche, con la carestía de la fe que nos mantiene en la incertidumbre, en el vacilo, en la desconfianza y que termina convirtiéndose en rebeldía y reclamo a Dios. Primero Marta y luego María repiten las mismas palabras: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. ¿Les suenan conocidas estas palabras? Ordinariamente brotan por sí solas cuando nuestros proyectos se frustran, cuando nuestras esperanzas se derrumban, cuando nuestros planes fallan, cuando nuestros caprichos no se realizan. Señor, si tú hubieras querido mi padre o mi madre no habían muerto; si hubieras querido, mi hijo seguiría con vida; si hubieras querido, no tendría que ver sufrir a mis seres queridos; si hubieras querido, no estaría pasando este problema laboral o económico; si hubieras querido… cuántas cosas se hubieran evitado. A la mínima contrariedad, nos volvemos Marta y María reclamándole a Dios: por qué nosotros, por qué así, por qué ahora. Hermanos y hermanas, que rápido se nos olvida que si no hubiera estado aquí, si no hubiera estado el Señor a nuestro lado a la hora de las pruebas y del sufrimiento, no se entiende cómo logramos superar el dolor, ni cómo pudimos seguir adelante. Qué fácil nos descubrimos mentirosos cuando le pedimos se haga siempre su voluntad y luego nos enojamos porque nos causa pena. Qué poca fe tenemos, acabamos por reconocer, cuando pensamos que el sufrimiento, la enfermedad, la muerte es un castigo, es la peor de las suertes. No terminamos de abrir los ojos, no terminamos de creer aún que Jesús es la resurrección y la vida. Todos somos Marta cuando decimos como ella: Creo firmemente que tú eres el Mesías, e inmediatamente después nos oponemos a recorrer la piedra del sepulcro. Le confesamos al Señor como la Vida verdadera pero seguimos muertos y sepultados. 3.- SOLIDARIO CON LA HUMANIDAD Para muchos estudiosos de la Sagrada Escritura, san Juan les parece el menos emotivo, el menos preocupado por descubrir y evidenciar los sentimientos de Jesús, puesto que su teología y mensaje pretenden más bien conducir a la fe, manifestar la gloria del Padre, aceptar al Verbo y culminar la obra de la salvación en la cruz. Pero sus fines no se oponen en lo absoluto a dejar entrever la humanidad profunda y encarnada de Cristo. En medio de tanta elaboración teológica del cuarto evangelio no se puede dejar de contemplar una vena abundante y sentida de emoción, de amor, de humanidad palpitante, como en los distintos anuncios de la pasión o en aquella oración excelente por el pueblo de Dios. En el pasaje de este domingo leemos el versículo más corto del Nuevo Testamento: Jesús se puso a llorar. Es verdad que la muerte es una experiencia que no podemos aprender y reflexionar por nosotros mismos, sino a través de la muerte de otros. También es verdad que el enigma de la muerte no llega a comprenderse del todo, menos aún a aceptarse. Es verdad que el llorar como el reír es una capacidad exclusiva del hombre. Es verdad que duele -y mucho-, perder a un ser querido. Es válido por tanto, entender que cuando el evangelista Juan nos presenta a un Jesús que llora, nos está revelando mucho más que eso. Ante la muerte de su amigo, Jesús anticipa y experimenta proporcionalmente su propia muerte, entra también en el misterio último del hombre que le desafía a la fe. Las lágrimas de Jesús son el testimonio silencioso de su humanidad, queda probado el prólogo de este Evangelio que pregona que el Verbo de Dios se hizo hombre, en el sentido total y verdadero; Jesús siendo verdadero Dios es también verdadero hombre. Afirmamos que es en todo semejante a nosotros menos en el pecado no porque desprecie nuestra condición o que parcialice su encarnación, sino porque el pecado no es natural al hombre, entró por un acto de libertad en aquel que al principio fue creado muy bueno. El llanto de Jesús, por otra parte, es un gesto de solidaridad con toda la humanidad que se entristece con la pérdida de las personas que ama. También Él se conmueve con el sufrimiento ajeno, con el dolor de aquellas hermanas y con la pena de los amigos. Así Jesucristo se une, con su propia tristeza real, con sus lágrimas y su conmoción, a la tristeza nuestra y de tantos hombres y mujeres en todas las latitudes y los tiempos; al llanto de los niños y los pobres, los hermanos que sufren pobreza, guerra, violencia, corrupción, pérdida; a la conmoción de tantas personas de buen corazón que se apiadan de los más débiles y trabajan por remediar sus males. La pregunta para nosotros sería si hemos llorado por quienes lloran y sufrido con quienes sufren o no pasamos de llorar por nosotros mismos y condolernos de nuestros propios dolores. 4.- ¡SAL DE AHÍ! Es el momento máximo del signo. Con voz potente, no para que lo escuche Lázaro, sino para que le obedezca la muerte, Jesús dice: Sal de ahí. El que dijo que era el Agua Viva, la Luz del mundo, el Pan del cielo, tiene poder sobre la muerte porque es la Vida. Y salió el muerto. Manda luego desatarle para que pueda andar. Cómo no creer en Jesús viendo tales obras. Debemos distinguir entre este milagro y el acontecimiento de la resurrección de Jesús. Lázaro solamente volvió a la vida pero un día murió, diciendo de alguna manera, la suya es una resurrección hacia atrás y para ser precisos se trata en realidad de una reanimación, pero que preludia la verdadera resurrección, la que es hacia adelante, la que no torna a la vida de siempre sino a la vida nueva y eterna, la que es definitiva y levanta para la eternidad, la de Jesús. Es parte de nuestra fe esperar la resurrección final y apostar por la vida del mundo futuro, pero hay una resurrección que es posible aquí y ahora, es la resurrección a que nos lleva esta cuaresma, es la resurrección de los que viviendo estamos muertos. Por eso, escuchar este pasaje hoy es escuchar las campanas de pascua. A nosotros también nos dice el Señor: ¡Sal de ahí! De nuestros egoísmos, de nuestra indiferencia, de nuestros odios y resentimientos, de nuestra soberbia, de nuestras ambiciones… de tantos sepulcros en que nos hemos metido, de tantas tumbas donde prisioneros voluntarios nos corrompemos hasta la repugnancia. Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro, olía mal, a putrefacción. El evangelio especifica los cuatro días para dejar en claro al pensamiento judío que sostenía que hasta tres días el espíritu vagaba pudiendo volver al cuerpo, quedando en evidencia que realmente estaba muerto. Cuántos de nosotros, queridísimos amigos y hermanos también llevamos ya cuatro días en el sepulcro, olemos mal, estamos pútridos. Estamos verdaderamente muertos y enterrados desde el momento en que perdemos la fe, dejamos que se marchite la esperanza y dejamos de amar. Estamos muertos cuando nos sepultamos en nosotros mismos y nos olvidamos de todos, hasta de Dios. Hay muchos adolescentes y jóvenes que están muertos porque no encuentran sentido para su vida; hay muchos esposos que están muertos porque se han dejado de amar, se han lastimado y le han procurado al otro un infierno; hay muchas personas que están muertos porque prefieren aferrarse a sus resentimientos y sus pecados; hay consagrados que están muertos porque se traicionaron a sí mismos y perdieron de vista el sentido de su consagración y pertenencia a Dios. Escuchemos todos ¡sal de ahí! Y ojalá que salga el muerto, ojalá que salgamos todos los que permanecemos en el sepulcro. Y como parte de nuestra propia resurrección es necesario resucitar a quienes nosotros mismos hemos dado muerte. Si es una obra de misericordia sepultar a los difuntos, más lo es resucitarlos. Vayamos pues a resucitar a tu esposo o esposa, a resucitar a tus hijos o a tus padres, resucitar a tus enemigos y a quienes amando has dejado en el olvido, a resucitar a quien necesita de tu tiempo, de tu compañía o de tu socorro. Quitemos de nuestros hogares y de nuestras calles el yugo de la muerte mediante la caridad, la generosidad, la ayuda y el perdón. Vayamos a desatar a nuestros hermanos para que puedan andar. A MODO DE CONCLUSIÓN Siendo breves, bastará con preguntarnos la medida de nuestra fe para reconocer a Jesucristo como la resurrección y la vida. Este tiempo de gracia cuaresmal nos brinda la oportunidad óptima para descubrirnos tal vez muertos y sepultados, y para lanzarnos a escuchar la Palabra de Vida, y resucitar a una existencia distinta de hasta ahora. Jesús nos ha dicho hoy: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Y como a Marta, nos pregunta a nosotros y espera una respuesta convencida y vivida “¿Crees tú esto?”. Si lo creemos de corazón quiere decir, que hemos comenzado ya a resucitar un poco. Deseo vivamente que podamos morir al pecado para poder resucitar con el Señor Jesús. + Ramón Castro Castro XIII Obispo de Campeche
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